Vitraux de la calle Independencia
Foto de Gloria Jiménez
Será porque tres de mis más queridos
amigos se han enfrentado inesperadamente estas Navidades a enfermedades
gravísimas. O porque, por suerte para mí, mi compañero es un hombre que no
posee nada material pero tiene el corazón y la cabeza más sanos que he conocido
y cada día aprendo de él algo valioso. O tal vez porque, a estas alturas de mi
existencia, he vivido ya las suficientes horas buenas y horas malas como
para empezar a colocar las cosas en su sitio. Será, quizá, porque algún bendito
ángel de la sabiduría ha pasado por aquí cerca y ha dejado llegar una bocanada
de su aliento hasta mí. El caso es que tengo la sensación –al menos la
sensación– de que empiezo a entender un poco de qué va esto llamado vida.
Casi nada de lo que creemos que es
importante me lo parece. Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo
imprescindible para vivir con dignidad. Paso de las coronas de laureles y de
los halagos sucios. Igual que paso del fango de la envidia, de la maledicencia
y el juicio ajeno. Aparto a los quejumbrosos y malhumorados, a los egoístas y
ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y cuentas
bancarias, sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que quepa
una partícula minúscula de pena verdadera.
Detesto los coches de lujo que ensucian el
mundo, los abrigos de pieles arrancadas de un cuerpo tibio y palpitante, las
joyas fabricadas sobre las penalidades de hombres esclavos que padecen en las
minas de esmeraldas y de oro a cambio de un pedazo de pan.
Rechazo el cinismo de
una sociedad que sólo piensa en su propio bienestar y se
desentiende del malestar de los otros, a base del cual construye su derroche.
Y a los malditos indiferentes que nunca se
meten en líos. Señalo con el dedo a los hipócritas que depositan una moneda en
las huchas de las misiones pero no comparten la mesa con un inmigrante. A los
que te aplauden cuando eres reina y te abandonan cuando te salen pústulas. A
los que creen que sólo es importante tener y exhibir en lugar de sentir, pensar
y ser.
Y ahora, ahora, en este momento de mi
vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de mi amor y la gloriosa
compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes
de irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos. Un par de árboles al otro lado
de los cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche. El
mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas. Por lo demás, podría
comer patatas cocidas y dormir en el suelo mientras mi conciencia esté
tranquila.
También quiero, eso sí, mantener la
libertad y el espíritu crítico por los que pago con gusto todo el precio que
haya que pagar. Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y toda la
alegría para disfrutar de lo bueno. Un instante de belleza a diario. Echar
desesperadamente de menos a los que tengan que irse porque tuve la suerte de
haberlos tenido a mi lado.
No estar jamás de vuelta de nada. Seguir
llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de ninguna
tontería. No convertirme nunca, nunca, en una mujer amargada, pase lo que pase.
Y que el día en que me toque esfumarme, un puñadito de personas piensen que
valió la pena que yo anduviera un rato por aquí. Sólo quiero eso. Casi nada o
todo.
Ángeles Caso.
Escritora Española.
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