"Igual que en la vidriera
irrespetuosa de los cambalaches se ha mezclao la vida, y herida por un sable
sin remache ves llorar la biblia junto a un calefón".
Enrique Santos Discépolo.
La biblia y el calefón.
He aquí la historia de un
hecho de la vida cotidiana, que acontecía en la ciudad de Buenos Aires –no sé
si en otros lugares pasaba o no–, y que explica el porqué de la aparentemente
surrealista asociación de la Biblia junto al calefón que aparece en el tango
"Cambalache", cuyas letra y música fueron compuestas por Enrique
Santos Discépolo en 1935.
La historia tiene relación con
los baños, la higiene personal y la forma de realizarla; y como no se me escapa
que algunos lectores pueden ser jóvenes y pueden no haber conocido otro tipo de
baños que los que se estila usar en la actualidad al menos en el mundo
occidental y cristiano, voy a recordar primero un par de datos que considero
necesario sean tenidos en cuenta.
Los baños que conocemos y que
en algunos lugares son llamados 'completos', es decir, los que constan como
mínimo de retrete inodoro, lavabo y ducha (algunos exquisitos, como el
irresponsable que escribe, exigen que además tenga bidet –artefacto desconocido
en muchos sitios–) son relativamente nuevos.
Hasta finales del siglo XIX se
utilizaban bacinillas (también llamadas ‘tazas de noche’), cuyos contenidos
eran arrojados por las ventanas al grito de "agua va"; y antes aún,
letrinas, que solían estar en los fondos de las casas.
En Buenos Aires coexistieron
bacinillas y letrinas hasta principios del siglo XX, época en que las familias
‘acomodadas’ comenzaron a instalar baños.
Luego el uso de baños se
generalizó y se empezó a construirlos en todas las viviendas, aun en las más
modestas. El sencillo 'miniambiente' constaba al menos de retrete y lavabo y si
los lujuriosos dueños de casa gustaban de practicar la morisca costumbre de
lavarse todo el cuerpo más o menos seguido, y si además tenían medios
económicos suficientes como para costearse ese capricho, los baños también
tenían una ducha. Claro, si había una ducha era necesario calentar el agua, así
que al lado de la ducha se instalaba un calefón.
Sin embargo, el papel
higiénico tardó en obtener su carta de ciudadanía para poder trabajar en limpio
en estas sucias tierras y aun cuando apareció era bastante caro y no estaba al
alcance de todas las familias, las cuales se veían obligadas a utilizar para
esos fines sanitarios el vulgar papel de diario o, en su defecto, cualquier
otro.
Por supuesto, eran muy
estimados los papeles más sedosos, así que los sufridos usuarios trataban de
conseguir en las verdulerías y fruterías los papeles con los que venían
envueltas las manzanas y otros productos de campo.
Otro muy apreciado era el
llamado ‘papel biblia’, especialmente delgado y suave.
Ahora bien, ya por entonces
existía la Sociedad Bíblica, una de cuyas misiones parece ser la de difundir la
Biblia protestante, para lo cual regalaba ejemplares del sagrado libro –en la
actualidad, lo sigue haciendo–.
Pues, muchos de los habitantes
de Buenos Aires deben de haber parecido devotos creyentes, ya que aceptaban de
continuo esas gentilezas, y que siendo mayoría la grey católica, lo mismo
pasaban y retiraban la biblia protestante tantas veces como sabían que la Sociedad
las tenía en obsequio en las calles, plazas o en su sede central. Sin embargo,
cuentan los hombres dignos de fe (aunque Alá sabe más) que quienes obtenían
esas Biblias les perforaban una tapa y las colgaban de un gancho de alambre, al
lado del calefón, cerca del retrete, e iban arrancando las suaves hojas para
usarlas como papel higiénico.
En este hecho se habría inspirado Enrique Santos Discépolo para decir con elegancia propia de un grande.
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